Pero, no siempre fue así porque a pesar de tener una sólida formación como profesora, un profundo conocimiento en neurociencia y haber terminado ese mismo año mi segundo magíster, viví uno de los momentos más duros de mi vida profesional: me despidieron del colegio donde era profesora de Educación Física y ejercía mi tercera jefatura de curso.

Era un lugar donde me sentía bien. Tenía una relación cercana, de respeto y admiración mutua, con mis estudiantes, apoderados y colegas. De hecho, muchos de esos estudiantes aún hoy me saludan cuando nos cruzamos en el tren, en el centro o en alguna institución de educación superior que visito.

Con el ego herido, pero el alma inquieta, sentí que esto no me estaba pasando por casualidad. Que tenía un sentido, aunque no fuese para cambiar de colegio. Pedí señales… señales que, al principio, ni siquiera sabía interpretar.

Me lancé con mi primer servicio llena de pasión, vocación y preparación… pero no vendía nada. No era por falta de compromiso ni de estudios. Estaba haciendo todo “como se suponía que debía hacerlo”, pero los clientes no llegaban. Me esforzaba por vender servicios que nadie compraba, y cada “no” me alejaba un poco más de mi sueño.

Y fue justo ahí, en ese punto de quiebre, donde encendí lo que hoy llamo mi Retina Emprendedora: dejé de mirar mi negocio desde mis propios ojos —como profesora, como profesional, como emprendedora— y empecé a mirar desde los ojos de mis clientes.

Entendí que no basta con tener la solución perfecta: primero hay que comprender el problema real de quienes queremos ayudar.